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Nací en una península de la Costa Atlántica, con los ojos llenos de mar, junto a lo que Voltaire llamaba “el sabor salado de la libertad “soñando con espacios y entornos en los que la luz pudiera parecerse a una caricia.

La muerte muy temprana de mi padre me llevó a asumir un sentido de responsabilidad sobre cómo ayudar en familia y de ahí que empezase, desde una muy tierna edad, a buscar oportunidades para estudiar más allá de las fronteras del mundo conocido, allende ese horizonte en el que la calima parecía evaporar todos los barcos.

La vista del Océano planteaba siempre desafíos, algo que evocaba un incipiente espíritu de análisis crítico, lo que, unido a la fascinación del estudio de las civilizaciones del pasado, me invitó a la lectura y observación de grandes y pequeños retazos de Historia a mi alrededor.

Tuve también la fortuna de que mi madre fuese bibliotecaria de una biblioteca de investigación con un sótano lleno de manuscritos y antiguos volúmenes en distintos idiomas que narraban el devenir fascinante –gozoso y doloroso– de tantas culturas en tantos puntos del mundo. Resultaban lejanas en su definición, pero cercanas en su común humanidad, algo tantas veces desdeñado, pero siempre capaz de reemerger de sus cenizas. En pocas palabras, siempre sentí que el sueño común de ser humano nos hermana.

El Océano me inspiró también la idea de ver el espacio como la capacidad de avanzar, un concepto que tanto impacto tiene todavía hoy en mi trabajo sobre temas de Derechos de Movilidad Humana en el proceso de construcción europea. Por ello, desde el fin de mi niñez me lancé a descubrir lo que nos une más allá de los que nos separa viviendo y trabajando en muchas tierras lejanas desde hace más de veinte años. Entre ellas: La República Checa, Bolivia, EE.UU., Reino Unido, Italia, Alemania, Bélgica, Luxemburgo, Argentina, China, Francia, los Países Bajos, etc.

Desde niña pensé que el mundo era grande y la vida breve y que debía resolver esa ecuación viviendo una existencia basada en una mentalidad universal y cosmopolita. Aspiraba a ser capaz de proyectar a mi alrededor ese Océano interior capaz (y deseoso) de abrazar al fin todas las costas.

Esa visión que me regaló el horizonte en mi infancia —tan llena de abrazos, no excluyente y ávida de recordar cohesiones solapadas bajo mantos de tiempo— me llevó a sentir una gran pasión por estudiar la Historia desde el punto de vista de la cooperación internacional. Poco a poco mi interés iría creciendo hasta culminar en el estudio del proceso de construcción europea como un ancla de la capacidad humana de salvarse a sí misma de sí misma.

Las olas y sus corrientes subyacentes generaron en mí una voluntad en dirección contraria ante la observación de un mundo crecientemente obsesionado con todo lo material. Para contrarrestarlo, fue creciendo en mí la determinación de la defensa activa de la poesía, el Arte y las Humanidades y de su capacidad única de ahondar en el valor de lo simbólico, lo estético y lo intangible. Esta determinación culminó en el momento de poder realizar mi tesis sobre la inducción de percepciones temporales en la comunicación política en Europa, que pude desarrollar en el Instituto Universitario Europeo de Florencia.

Todo ello me trajo a este momento en el que puedo compartir mi eslogan personal e invitación sincera de ‘echar la vista atrás para ver allá’ que nos regala el acercamiento apasionado al análisis crítico de la Historia.

Mi mensaje para las niñas tejedoras de sueños en el presente radica en recordar que por cada nave que se hunde hay siempre cien que se construyen. Cada nuevo paso hacia una forma de conocimiento y de entendimiento nos genera nuevas e infinitas preguntas, pero esta es la fascinación del mundo de la investigación: Zarpar hacia nuevos horizontes abriendo nuevos caminos, saboreando vectores insospechados y regalando luz y esperanza hacia el futuro. Sed vuestro barco y vuestra isla, vuestra brújula y vuestras alas y un día podréis atisbar cómo el Océano lo construyen también, día a día, vuestros pasos.