
No sé cuándo fui consciente de que la investigación podía ser una profesión pero desde pequeña supe que, me dedicase a lo que me dedicase, no quería dejar de estudiar. Siempre tuve curiosidad por entender cómo funcionan las cosas. Recuerdo una estantería enorme en la relojería de mi padre. Era como un desguace de viejos relojes y despertadores retirados que me encantaba desmontar e intentar averiguar para qué servía cada una de aquellas diminutas piezas. Luego los volvía a montar esperando que funcionasen, aunque siempre me sobraba algún engranaje o algún tornillo minúsculo. Me costó decidir qué quería estudiar y es que ¡había tantas asignaturas que me atraían! Tanto las matemáticas, la física o la biología como cualquier lengua o la literatura. Al final las ciencias ganaron y, entre todas ellas, me decanté por la física. Me fascinaba y me sigue fascinando que el mundo se pueda describir a través de las matemáticas, desde el comportamiento de las estructuras más grandes del universo hasta el de los objetos más pequeños, como las partículas elementales a las cuales dedico mi tiempo actualmente. Me lancé a estudiar aquello que me hacía disfrutar aprendiendo sin pensar mucho en las salidas profesionales que me pudiera ofrecer y con la libertad absoluta que me dieron mis padres, sin presiones, para que estudiase lo que me hiciese feliz. Aunque el camino ha sido (es todavía) difícil, me alegro de haberlo elegido.