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Cuando tenía tres años, mis padres observaron que a veces tenía dificultades para coordinar movimientos –por ejemplo, al bajar escaleras– y decidieron apuntarme a clases de ballet en la escuela de mi barrio. Luego se dieron cuenta de que en realidad no veía bien, pero esa decisión determinó mi vida. Mi infancia la marcaron en gran medida mis ratos bailando y mis ejercicios para mejorar la vista, que me inculcaron la disciplina del trabajo meticuloso y la consciencia de la mirada. No fue hasta muchos años después cuando entendí cómo la danza y las artes visuales convergían y encontraban su sentido entre los temas que más interés y preguntas me despertaban al plantearme iniciar mi primera investigación. Desde entonces, pese a que la danza aún tiene una presencia limitada en la universidad y los centros de investigación en España, he podido encontrar un camino y a otras personas con intereses comunes con quienes tejer una red con colegas de todo el mundo.

Aún a mucha gente con la que hablo le sorprende que se pueda investigar la danza, una disciplina artística que se ha considerado menos seria, entre otras cuestiones, por estar demasiado ligada a lo corporal y muy vinculada a espacios feminizados. Sin embargo, a través de la danza podemos repensar el papel de nuestros cuerpos en nuestra cultura, entender su lugar en la configuración de imaginarios e identidades, sus códigos y significados, su capacidad expresiva y artística a través del tiempo. Desde nuestras investigaciones, con equipos formados mayoritariamente por mujeres jóvenes, reivindicamos todo ello como una fortaleza distintiva y trabajamos por incorporar la danza al sistema de ciencia de nuestro país en igualdad de condiciones a otras áreas y materias. Y cada día seguimos bailando y pensando la danza para lograrlo en el futuro entre todas.